viernes, marzo 17, 2017



Una tarde David se levanta de su cama y se asoma por la ventana. Se siente aburrido. Antes, cuando era un pastor, las horas de los días no le alcanzaban para cuidar de las ovejas y para practicar con su honda lanzando piedras. Pero ahora las horas son tantas y tan lentas.  Después de haber vencido a aquel gigante que pensaba que la estatura se medía de los pies a la cabeza, ya no necesita practicar más la cuerda, ya hasta ha llegado a ser rey.
Se siente ocioso, el estupor de la tarde y la luz anaranjada lo incomodan.  Mira nuevamente su reino para celebrar con la mirada lo más grande que tiene –y que es invisible–: la satisfacción que siente de sí mismo.
Si se hubiera levantado más temprano ese día o si hubiera ido al frente con sus tropas que luchan en su nombre, nunca hubiera visto a Betsabé tomando un baño. Nunca su reino hubiera sido tan diminuto ante la inmensidad de lo que no posee. 
A David le pertenece el reino, más no lo que en él habita. La piel de Betsabe y su melena escurriendo de agua de río no son de él, –ni de Urías, su esposo, pero esto David no lo sabe–. 
Rápidamente se apresura a mandar traer a Betsabe con él y luego manda matar a su esposo.–"No había otra opción" años más tarde, se repite todos los días a sí mismo–.
Fue tan fácil vencer a aquel gigante. Qué dificil es hacer crecer un espíritu  pequeño. Qué pequeña es la valentía ante la imposibilidad del autocontrol.




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