Me gusta la escritura pastosa, aromática, líquida, pegajosa, rasposa, llena de arbustos, de costras, de abismos, de contradicciones, de incertidumbres.
Aunque, si me preguntas, siempre pienso que la escritura que más me gusta, es la que está en desventaja, la que está pudriendose sin cocinarse, la que nunca se logró, la que no existe fuera del cuerpo de quien no la ha escrito, y la trae atorada en la garganta, en el pecho, en el estómago, en las entrañas, en el culo, o corriendo por su sangre, o expulsándola a cada respiración. Esa es la que prefiero, la que me gusta pensar que mantiene viva a su autora, que se enfrenta al mundo como si fuera una gran piedra, y no logra tumbarla para escribir, pero sigue rumiando las palabras, sus sonidos, las ideas siguen flotando en su cabeza. Esa escritura se sigue añejando, sigue tomando un cuerpo, aunque nunca llegue a la hoja. Esa escritura que no se logra no me parece un fracaso, al contrario, su existencia fantasma sostiene la que si nace, la que sí anda.
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