domingo, enero 22, 2017





Conocí la traición con mi primera amiga. Ambas teníamos 6 o 7 años. Había deseado tener una mejor amiga con quien hablar y jugar. Luego, ella llegó a mi vida, la alumna nueva de la clase. Se llamaba Lizeth. Nos jurábamos amistad eterna con cartas de colores.  Todo cambió el día que yo conté a otras niñas uno de sus secretos: el chico que a ella le gustaba. Aún recuerdo su mirada cuando yo, delante de ella, revelaba el nombre. Como era de esperarse, después de esa escena, nuestra amistad cesó.  Poco tiempo después, encontró a una chica más confiable en quien depositar sus secretos y con quien intercambiar cartas de colores. Fueron inseparables hasta que dejamos la primaria.  


Entonces, yo no sabía qué eran los secretos. Había escuchado con frecuencia la palabra, creía que conocía su significado. Sin embargo, no estaba consciente del pacto de silencio que implican. Aprenderlo me llevó a la pérdida de mi primera gran amiga; a valorar, sobre cualquier cosa, la lealtad en una amistad y también a entablar una relación de constante alerta con las palabras pues el abismo que surge entre su sonido, su significado y su intención puede traicionar a cualquier incauto.


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