Pienso por un momento, con la velocidad que los pensamientos llegan– como piquetes de jeringas–, que me gustaría
tomarle fotos a mi abuela, y con
una diferencia mínima de tiempo me doy cuenta que esto es imposible, pues está muerta ya hace muchos años y por lo tanto no es posible fotografiarla. Siento una gran
tristeza. Luego se convierte en angustia y posteriormente es una rabia incontrolable.
Me siento profundamente engañada. No es justo, si fuera pintor o
escultor no tendría mayor problema en hacer un retrato de ella, pienso sin mayor reflexión. Estoy molesta, la
fotografía es injusta, limitada, coja, engaña, miente. Había creído algo –no sé si
alguien me lo dijo o si yo simplemente lo asumí– pero creía que poseíamos el mundo con las
fotografías pero no es así. Lloro de rabia.
El vacío es irreparable.
El hueco es profundo. Quiero vomitar.
Pocas veces algo me
ha molestado tanto. Sollozo.
Después
de unos minutos, me doy cuenta que he tomado muy apecho un hecho tan obvio. Me recompongo, me reincorporo avergonzada
aunque no hay nadie más, me acomodo el suéter y limpio mis lágrimas y mocos con
la manga. He hecho una rabieta de niña pequeña. Respiro profundamente, más no
encuentro consuelo, sólo debo de aceptar el hecho de que mi abuela no está y
no podré tener nunca su imagen.
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