viernes, junio 12, 2015



Hay personas que visitan una isla y encuentran sus calles, sus piedras, sus avenidas, sus edificios, casas, lloviznas y nubes tan encantadoras que entonces se enamoran de ella; o tal vez sea por toda esa agua que la rodea y le da un halo de cielo. Cualesquiera que sean sus razones, las personas enamoradas de la isla generalmente buscan llevarla consigo al volver a sus países situados en continentes. Recolectan piedras, se bañan en sus playas, caminan insaciablemente, toman fotografías, derrochan su dinero y energía en experiencias, todo como un intento de soborno a este fragmento de tierra flotante para que venga con ellos. 

Pero la voluntad de una isla es férrea, no vacila al no dejar de ser sola en el mar. Sabe que si vuelve al continente del que alguna vez se emancipó, se fundirá como un pequeño fragmento, se volverá cordillera o altiplano entre los otros. Por esto, quien va a la isla y se enamora de ella, al mirar el horizonte y contemplar detenidamente lo perdido de su situación,  busca entonces enamorarse de una persona, creyendo que es menos isla; sin saber que esto es aún más funesto. 





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