O
El viajero pronto se habitúa a su camino y en él, al medio día, se encuentra al fotógrafo ciego -retratista de la ciudad- y ambos se palpan los ojos. Con este suave gesto táctil, ambos miran lo que el otro ve y el viajero comprueba lo segundo que los otros antes le dijeron: la imagen de O no es una sola y nunca es la misma.
La ciudad de O no le permite al viajero poseerla con la mirada, es ella quien lo posee. Es ella quien penetra en los ojos del viajero y llega a lo más íntimo de sus sueños. De ellos extrae sus deseos y anhelos, sus miedos y ansiedades, sus frustraciones y odios, sus ambiciones y cariños. Con ellos teje una imagen única que proyecta en el interior de los párpados de cada viajero. Por esto es que todo aquel que llega a O se enamora y entonces cree haber llegado a la ciudad de sus sueños.
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