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La Felicidad como la conocimos entonces, era una especie de bola de fuego blanco que no quemaba, que brillaba intensamente y sin embargo no lastimaba la vista. Así era en ese entonces la Felicidad, una única esfera luminosa para todas. Todas la anhelábamos, pero al ser indivisible, nos turnábamos para poseerla. Nos reuníamos una vez a la semana y nos sentábamos en círculo alrededor de la esfera; la dejábamos flotar al centro mientras nosotras llevábamos a cabo lo necesario para que ella eligiera con quién irse esta vez. Ella, la esfera, escogía a su compañera de la semana. Primero conjurábamos en nuestra propia lengua, después la alternábamos con un idioma extraño gutural con el que se comunica la gente del otro lado del mar; luego compartíamos los alimentos, hechos especialmente para la ocasión y finalizábamos con cantos, algunas veces acompañábamos los cantos con cuerdas. Así se decidía quién volvería a casa con la Felicidad en su bolso.
...Recuerdo que cuando me uní a aquellos rituales buscaba lo mismo que las otras, sin embargo muy pocas veces aquella bola de fuego me eligió a mí. Hasta ahora no entiendo cómo funcionaba su voluntad. Luego otros compromisos, los quehaceres diarios, la familia, el tráfico, las inundaciones, en fin, la vida nos hizo ser menos constantes en el ritual hasta que cesamos por completo. No recuerdo al final quién se quedó con la esfera. No fui yo.