sábado, enero 14, 2017



Los viernes por la mañana voy a mi clase de Tai Chi. La profesora de un grupo de bailarines de flamenco me invitó a unirme. Ellos toman la clase como parte de su formación y yo como parte de mi rutina semanaria.  Al inició, acepté la invitación porque me sentí apenada de no hacerlo.  La manera en la que la formuló llevaba implícito que era algo que nadie rechazaría.

Desde hace aproximadamente tres meses me ha sorprendido lo intenso del ejercicio –aunque sus lentos movimientos aparenten lo contrario– y  la manera en que me ayuda a conectarme con algo dentro de mí.  

Somos un grupo pequeño, cinco conmigo. Ayer en la clase, el profesor nos dijo que éramos distintos al resto de los grupos con los que ha trabajado los 26 años que lleva dando clases. Dijo que se sentía identificado con nosotros porque también para él el Tai Chi no era sólo una práctica para ejercitarse sino era una búsqueda a un misterio, el propio. 




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